Muchas Felicidades, Wapo

Zorionak zurdoman, que cumplas muuuuuchos más… y yo que lo vea Te dejo un regalito

  

(A ver si algún te animas tu ahora)
"Zorionakl zuriiiiiii, zorionak zuriiiiiiiiiii, zorionak zurdooooooooooo, zorionak zuriiiiiiiiiiii"

Desempolvo un viejo cuento para compartirlo contigo hoy. Espero que te guste, es una de mis historias favoritas.

… Se revolvía entre las cenizas, dando a su mirar y a su cara toques de eternas sonrisas…

 

Isabel había sido la chica más irritante que había conocido, con un humor más cambiante que el clima en las tierras del norte. No podía recordar si siempre habían discutido tanto; simplemente dejó de pensar en ello, pues nunca entendió los motivos, los tontos motivos que  hacían saltar la chispa de la confrontación. Y sin embargo, tenía una facilidad increíble para recordar con toda nitidez aquel baile; todavía se le erizan los pelillos de la nuca cuando, al cerrar los ojos, le invade el olor del champú de moras, y hasta le tiembla el pulso cuando decide de nuevo, en su mente, deslizar sus labios hasta su cabello y robarle aquel primer beso. Y sentir los brazos de Isabel alrededor suyo aferrarse un poco más, le dibuja la misma sonrisa de entonces, con la misma convicción que le acompañaría siempre, de saber que era allí donde quería estar, donde quería regresar desde donde quiera que se fuese: entre sus brazos.

 

Julián es un hombre esencialmente sencillo. Había conseguido en su vida una rutina casi británica, que le permitía aprovechar al máximo su tiempo. Con una mente privilegiada y una facilidad pasmosa para recordar sin ningún esfuerzo pequeños detalles, esto le convertía fácilmente en el centro de cualquier reunión de amigos, siempre con anécdotas graciosas que contar, más graciosas a medida que se iban empapando con whisky…

 

Necesitaba a sus amigos casi como al aire para respirar; era vital para él esas sesiones semanales de risas y whisky, esos retos para superarse semana tras semana con sus gracias, un subidón de adrenalina como si se tirase en paracaídas.

 

Y sin embargo, cuando miraba a Isabel a los ojos, aquella melancólica mirada, le devolvía de nuevo la tranquilidad de espíritu que tanto anhelaba. La quería muchísimo, la quiso desde siempre, antes incluso de contagiarse con su risa en aquella fiesta. Estaba convencido de que la quería más que a su propia vida, que hubiera intercambiado gustoso ante cualquier adversidad, de no ser por la obligación que él pensaba que tenía todo ser humano de vivir la vida al máximo, hasta sus últimas consecuencias.

 

La quería muchísimo, si, y sabía que ella también lo amaba. Se sentía tan cómodo con ella que no se dio cuenta en qué momento las discusiones empezaron a ser más protagonistas que las caricias, y los gritos sobrepasaron los halagos. Había vivido su relación tan seguro de sí mismo, tan convencido de que sería para siempre, que no supo que aquél sería el último beso que la daría, la tarde de otoño que la vio alejarse con una maleta en una mano y una pequeña jaula con sus agrapornis nigrigenis en la otra.

 

Días más tarde le dijeron que se había mudado de ciudad, que había encontrado un buen trabajo a varios cientos de kilómetros. Ese día, de regreso a casa se dejó caer en el sofá como un globo que se desinfla, se aflojó la corbata, se tomó dos generosos vasos de whisky, y por primera vez desde que la conoció, lloró… como un niño perdido en unos grandes almacenes… con ese nudo en la garganta que te oprime los pulmones, que te corta la respiración, que no te permite hacer otra cosa que llorar sin consuelo…

 

Allí estaba Julián, sentado en la mesa del salón, sin saber muy bien qué hacer. A un lado, una especie de vasija de barro, con motivos étnicos. Al otro, una caja de madera con un pequeño candado. Entre sus manos, un sobre con su nombre. Y frente a él una preciosa niña de 8 años. Apenas podía aguantarle la mirada, con esa melancolía tan familiar… que tanto daño le hacía ahora.

 

Una semana antes le había contactado un abogado y un representante de servicios sociales. Ellos le explicaron que Isabel había sucumbido finalmente, tras una lucha de cuatro años. Y que había dejado a su abogado la voluntad de entregar a su hija al padre. Le dijeron que si él quería, los servicios sociales se harían cargo de la niña, buscándola una buena familia para su adopción, y le dieron un plazo de siete días para conocerla y decidir entre esto o asumir él mismo su tutela.

 

No había vuelto a tener noticias de Isabel desde que por primera y única vez la lloró ahogado en whisky. Casi odiaba su recuerdo, pensando que ella habría vuelto a enamorarse, habría empezado de nuevo, se habría incluso casado. La buena de Isabel, con esa melena roja que le quitaba el sentido… que contrastaba tanto con su semblante ingenuo. Ella era capaz de ser la persona más borde del mundo si veía cualquier tipo de injusticia a su alrededor, y sin embargo el más nimio gesto podía despertar en ella una profunda ternura. Le gustaban los niños, los animales y las flores, y cree recordar que hubo  un tiempo que le escuchó cantar con su voz modulada, dulce, serena. Isabel… su Isabel… ¿quién podría estar tan ciego o loco como para no enamorarse de ella?…

 

 Él en cambio había intentado rehacer su vida un par de veces, convencido cada una de ellas que sería la mujer de su vida, pero sin pasar ninguna de una aventura de varias semanas. Así pues, había tenido todo el tiempo del mundo para hacer las dos cosas que más le gustaba: amenizar las fiestas de sus amigos y viajar. Sólo que ahora sus amigos se habían ido casando,  y ahora las fiestas eran cada vez más escasas, y además, y sobre todo, ya nadie le esperaba cuando regresaba, y los viajes los hacía solo.

 

Y ahora descubría que tenía una hija. Evidentemente, se había hecho las pruebas de paternidad, no fuera que se la quisieran colar; aunque no hubieran hecho falta realmente. Durante esos días, observó a la niña a hurtadillas, y no sólo descubrió en ella la esencia de Isabel; descubrió también rasgos suyos propios… la forma que Julia tenía de fruncir el ceño cuando se explicaba, tan seria… cómo agarraba la cuchara para comer… cómo movía las manos, con los dedos tiesos, al hablar… incluso esa forma de andar tan peculiar, debido a una deformación congénita de los pies… no había duda, Julia era su hija, no importa lo que hubieran dicho las pruebas…

 

Julia… sólo a Isabel, con esa venita romántica que le caracterizaba, se le podía haber ocurrido ponerle el nombre de su padre… a veces, al llamarla, se le escapaba una sonrisa, dándole la sensación que se llamaba a sí mismo; entonces, a Julia se le encendía la carita, le brillaban los ojos y se le pintaba una preciosa sonrisa en la cara, y a él se le helaba la sangre al ver a su lado una miniatura de Isabel. No, obviamente no podía quedarse con ella, no sabría qué hacer… si la hubiera conocido desde el principio, ya estaría acostumbrado, y si hubiera sido con diez años más, pues con un trabajo se podría independizar, pero así… con ocho años… ya no podría viajar, y le iba a cortar su libertad, y ¿quién era él sin su libertad? Y…

 

Sacó de nuevo el folio que había en el sobre con su nombre, y releyó la pequeña nota que Isabel le había dejado escrita:

 

“Hola, Julián, me imagino la sorpresa que te habrás llevado; si hubiese habido forma de evitarlo, créeme que lo hubiera hecho, pero las cosas no siempre salen como queremos, y a mi, por desgracia, se me han torcido mucho últimamente. Julia es una gran chica, pero eso a poco tiempo que hayas pasado con ella, ya lo habrás notado. Sé que no tengo ningún derecho a pedirte nada, no me siento con derechos, pero aún así te voy a pedir un último favor, decidas lo que decidas hacer con Julia. Te entregarán una vasija con mis cenizas junto  con una caja. Me gustaría pedirte que fueses con Julia donde nos dimos el primer beso y tirases desde allí mis cenizas mientras lees lo que hay en la caja, ya sabes lo tonta que soy para estas cosas. Te agradezco muchísimo este gesto, significa mucho para mi.  Recibe, y ojala puedas sentirlo, un beso muy grande con todo mi cariño. Isabel”.

 

         “¿estás preparada, Julia?”

         “Si”, contestó la niña sin mostrar emoción alguna.

 

Julián condujo con su hija hasta una pequeña montaña desde donde se veía toda la ciudad. El lugar le traía muchos recuerdos, demasiados… allí se prometieron amor eterno… allí se dieron su primer beso de novios… allí se pasaron horas mirando las estrellas, después de hacer el amor… y allí ahora, todo acabaría para siempre.

 

Se sentó al lado de Julia, poniendo su mochila en medio. En un silencio ceremonial, sacó la vasija con las cenizas de Isabel, y la dejó unos segundos en el suelo entre ambos. Miró a su hija, y le preguntó:

 

         “¿quieres rezar algo?”

         “Llevo días rezándola”, dijo con una mirada de reproche.

         “Adelante, entonces; agarra la vasija mientras le quito la tapa”.

 

Julián desprendió la tapa de la vasija, pero no hacía apenas viento, así que sólo una mínima parte de las cenizas de Isabel se suspendieron en el aire. Julia la agarró entonces con las dos manos y la agitó, suave la primera vez, más bruscamente la segunda, pero nada, las cenizas se negaban a salir. Con los ojos llorosos le dio media vuelta, pero las cenizas de su madre cayeron a la tierra prácticamente en su totalidad. Miró a su padre con frustración, con nerviosismo, y como éste no sabía solucionar la situación, se levantó enfadada con el mundo, cogió su pequeño bolso y se encaminó hacia el coche.

 

Julián la siguió con la mirada un segundo, y sintió otro respingo en el corazón… recordó entonces la caja de madera, la abrió y descubrió varios sobres, ordenados cronológicamente; Sin comprender muy bien, cogió el primero y sacó las hojas que había dentro. Tenían fecha de noviembre de casi nueve años.  El corazón le empezó a latir deprisa… era cuando la vio por última vez…

 

“Querido Julián: no te imaginas lo que te estoy echando de menos y apenas nos acabamos de despedir. Me hubiera gustado tener fuerzas para afrontarlo todo contigo, para compartirlo con la única persona que quiero y estoy segura querré jamás. Pero tantas discusiones me han dejado sin fuerza, y no quiero ser un lastre en tu vida, así que me retiro humildemente, reconociendo mi derrota.

 

Mi querido Julián… vamos a tener un hijo… sé que tu no lo deseabas, que un hijo te cortaría las alas para poder viajar y ver esos sitios maravillosos que me enseñas en los libros… pero ¿sabes, Julián? Algún día ya habrás visto todos esos sitios… algún día te sentirás demasiado cansado para hacer de nuevo tu maleta… entonces quizá empieces a sentirte solo.

 

Por eso, mi querido Julián, para cuando llegue ese momento, me he propuesto escribirte todas las semanas, para contarte lo mucho que te quiero y te echo de menos,  y decirte cómo va evolucionando nuestro hijo, con la esperanza de que algún día tengas la oportunidad de conocerlo y quieras saber todo sobre él.”

 

Sus ojos llorosos buscaban en esa caja de madera… ¡no lo podía creer, había un sobre por cada semana que había pasado desde que Isabel se fue! Sus manos temblorosas iban abriendo sobres, y a trompicones iba leyendo pequeñas etapas de la breve vida de Julia,  entre frases de amor hacia él.

 

Dirigió su mirada hacia Julia de nuevo, vio su pequeña silueta alejarse despacio, con su bolsito en una mano y un peluche en la otra, y era como si viese a su querida Isabel años atrás. Cerró los ojos, con aquellas notas aprisionadas en sus manos… ¿Volvería a cometer el mismo error? ¿Seguía estando tan ciego como para dejarla salir de su vida sin más?

 

Y de repente comprendió… supo lo que Isabel  había sabido siempre… sintió su amor más que nunca, ahora que ya no estaba… y sonrió como hacía años que no sonreía.

 

         “¡Julia, hija! Vuelve, ya sé qué hay que hacer”

 

Julia se dio media vuelta, mirándolo fijamente. Se secó las lágrimas y mucho más serena corrió junto a su padre.

 

Se sentaron de nuevo uno junto al otro. Julián cogió un puñado de cenizas y le puso una parte en las manitas de su hija.

         “No te imaginas cuánto quería a tu madre. Tu también la querías mucho, ¿verdad?”

         “Si”, contestó la niña, sonriendo levemente.

         “Entonces vamos a recordárselo…”; y alzando las manos, arrojó las cenizas hacia el cielo, mientras gritaba… “¡Isabel, te quiero….!”

         Julia le imitó, arrojando las cenizas que le había dado su padre mientras gritaba… “¡mamá, te quiero…!

 

Miró a su padre a los ojos y vio lo que su madre tantas veces le había dicho sobre él. Y comenzó a reír, abiertamente, y a coger más cenizas y lanzarlas al aire mientras gritaba su amor por su madre. Y Julián comenzó a reír también, sintió que había aceptado su paternidad casi sin darse cuenta, y estaba cada vez más convencido de cómo sería el resto de su vida, mientras contemplaba a su hija cómo se revolvía entre las cenizas, dando a su mirar y a su cara toques de eternas sonrisas…

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Una respuesta a Muchas Felicidades, Wapo

  1. Jose dijo:

    Muchas gracias, mi niña. Maite zaitut.

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